Como sabemos, o al menos deberíamos saber ya, Sócrates buscó definiciones universales que contuvieran una verdad necesaria y válida para todos los casos, en oposición al individualismo y relativismo sofista que se estancaba en las meras opiniones al determinar que entre ellas no cabe encontrar una verdad absoluta. Para Sócrates, si encontramos una definición universal de “justicia” (por ejemplo), entonces habremos encontrado un fundamento sólido para “enjuiciar” los comportamientos éticos tanto individuales como comunitarios. Nadie puede ser “justo” sin conocer la “justicia”, ni impartirla en la comunidad sin tener dicho conocimiento. Como venimos diciendo hasta ahora: para la acción (praxis) es necesario el conocimiento (teoría) acerca de cómo debemos desarrollar dicha acción.
El problema, para el filósofo, es que pocos hombres son los que buscan el conocimiento verdadero, es decir, esas definiciones universales que les puedan llevar a la buena acción. La mayoría de hombres se estancan en sus vanas opiniones y, por ello, caen en constantes errores y faltas éticas. Estos hombres pretenden tener conocimientos sobre cosas que jamás se han planteado, al asumir que la opinión que tienen sobre cualquier asunto no es solo mera opinión, sino verdadero conocimiento. Así, el juez de turno que imparte justicia desde lo que en su opinión es la “justicia” cree que actúa correctamente, pero, a ojos de Sócrates, lo que este juez tiene no es más que una opinión particular de lo que es la “justicia” y no su definición universal y verdadera, lo que le llevará irremediablemente a ser “injusto” al tomar sus decisiones (puesto que no sabe realmente en qué consiste la justicia). Si no sometemos a examen y minucioso análisis aquello que creemos que sabemos, lo que tendremos no serán conocimientos, sino simples opiniones. Es por esto que Sócrates llegaría a decir que “una vida sin análisis (filosofía) no merece la pena ser vivida” y por la misma razón afirmará de sí mismo que “solo sabe que no sabe nada”.
Sócrates se presenta como un sabio que precisamente es sabio por reconocer que nada sabe con certeza, al menos hasta que no somete a examen la cuestión tratada en cada caso. No hay nada que enseñar por parte de alguien que afirma que nada sabe y esta es la causa, de hecho, de que Sócrates no escribiese obra alguna (sobre qué habría de escribir si nada conocía). El legado de Sócrates no será pues una doctrina, un conjunto teórico articulado de principio a fin, sino un método, un método filosófico encaminado a encontrar la verdad que nos ayude a eludir nuestras vacías y erróneas opiniones.
El método socrático trata de partir precisamente de esas erróneas opiniones para, tras someterlas a examen, llegar a las definiciones universales que si supongan un verdadero conocimiento. Su puesta en práctica consistía en entablar una conversación con un interlocutor al que interrogaba por las ideas que tenía este acerca de un tema determinado (sigamos con el ejemplo de la “justicia”). En el transcurso de la conversación, Sócrates iba poniendo trabas a los intentos de definición de su interlocutor que, a su vez, modificaba su antigua definición por otra nueva que pretendía que fuese más satisfactoria. De esta forma se avanzaba hacia una definición más perfecta de la que en un principio se tenía por válida y que, a la luz del diálogo con Sócrates, se mostraba errónea parcial o totalmente.
Si identificamos los pasos de este método podemos hablar de:
- Uso de la ironía: Este es el primer paso del método socrático. Gracias a la ironía se llevaba al interlocutor al reconocimiento de su propia ignorancia acerca del tema tratado.
- La mayéutica: Con la mayéutica se trataba de hacer que el interlocutor “diera a luz” (mayéutica proviene del griego “maieutiké”: arte obstétrica. Es decir, el oficio que dominaban las matronas o parteras que asistían a las madres en el parto) aquellas ideas verdaderas que, sin saberlo, tenía dentro de sí. Sócrates actúa aquí como “partera” que ayuda a su interlocutor a “alumbrar” los verdaderos conocimientos que alberga en su alma, aun cuando este los desconoce en un principio.
En definitiva, podemos acabar diciendo que este es el verdadero testamento que Sócrates dejó para la Historia de la Filosofía y de la humanidad en general, en lugar de un sistema filosófico cerrado que nos dé todas las respuestas a nuestros mayores interrogantes (¿A dónde vamos? ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos?), un método que pueda ayudarnos a alcanzar por nosotros mismos las respuestas que buscamos. Él mismo parecía sostener que “el conocerse a uno mismo” (como rezaba en alguna parte del Templo de Delfos) era la máxima a seguir en la vida para conducirnos al verdadero conocimiento y, por ende, a la buena acción. Para hacerlo deberemos someter a examen todo aquello que creemos saber porque solo así nos liberaremos de nuestros errores. Pensemos sobre aquello que creemos, precisamente para encontrar los fallos en nuestras creencias y pasar así de “creer” a “saber”. Una vez que poseamos verdadero saber seremos capaces de actuar como debemos.
No parece mal consejo este que nos da Sócrates y curiosa, al menos, en estos días, parece su sentencia de que una vida sin “filosofar/pensar/someter a análisis” no merece la pena ser vivida. En un mundo donde la Filosofía y el acto genérico de pensar no parecen tener mucho valor, esta afirmación suena del todo extraña y ajena al ser humano.
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